Pluma de un ala

Wednesday, March 15, 2006

Animal

Recuerdo que mi cuerpo estaba cubierto de una piel lisa y verde brillante. No conocí madre, ni padre ni hermanos, porque al caer mi primera noche, me dio demasiada curiosidad ver lo que había afuera del agujero de la tierra que me vio nacer, y me salí. Tuve mucho miedo, pero me encontró rápidamente un animal. Como también era verde, me sentí cómodo y me acerqué. Sin preguntarme nada me llevó con ella. Era una oruga. Pasé mucho tiempo con orugas, pensando que yo era un de ellas. Comía hojas tiernas y tomaba clases en las que lo único de lo que se hablaba era de la metamorfosis y la paciencia en el capullo. Las mariposas fueron la primera maravilla del mundo con la que me encontré. Eran enormes, de muchos colores y, lo mejor de todo: volaban. Volaban. Podían moverse desprendidas del suelo y sin arrastrarse. Así nació mi primera ambición: llegar a mariposa.
Pasó el tiempo y las orugas se fueron encerrando en capullos. Yo crecí más que las más grandes, pero seguía verde y liso, y sin ganas de encapsularme durante tiempo indefinido. Empecé a dudar de ser una oruga cuando me desperté y vi que todas las flores eran más pequeñas que yo. También las mariposas eran más pequeñas, lo que me preocupó bastante. Algo estaba mal conmigo. Un amigo, el único que me quedaba, me dijo que tal vez yo no sabía nada de madurar, y que solo sabía crecer. Me dejó deprimido y viéndolo encapullarse lentamente…
Se me rompió el corazón, porque decidí que yo no era una oruga, y por lo tanto, que tal vez nunca sería mariposa. Bajo el peso de mi primera frustración, empecé a vagar por el mundo, preguntando a los animales si sabían lo que yo era. Estuve con muchos, buscando la sensación de pertenencia que había tenido alguna vez. Intenté ser varias cosas, pero nada funcionó. Un día casi convencí a una serpiente de que yo era como ella. Le pedí que me dejara acompañarla, y aunque no era muy amable, aceptó. Estuvimos arrastrándonos y enrollándonos juntos hasta el día en que me ofreció como botana un poco de su rata y descubrió que yo comía hojas. Le pareció repugnante y me abandonó mientras dormía.
Un día triste junto a un río, se me ocurrió una idea. Tenía mucha curiosidad de ver mi cara. El agua, constantemente en movimiento, deformaba la imagen y no me permitía distinguir sus contornos. Vi que yo ya no era muy verde, sino más bien azulado, pero para saber eso no era necesario un reflejo. Necesitaba ver bien, me estiré un poco más… algo alargado se empezaba a acomodar… me estiré más, más… y me caí.
Fue una sensación hermosa. Mejor que cerrar los ojos contra el viento fingiendo volar como las mariposas. Al principio tuve miedo, pero después descubrí que no necesitaba salir para respirar. Me invadió la euforia y no podía dejar de moverme. Bajé a lo más hondo y me paseé entre las plantas y los peces, que eran algo totalmente nuevo para mí. Pensé que yo debía ser un pez. Hablé con uno que destruyó mi teoría de inmediato, alegando que si yo había vivido mi infancia completa fuera del agua, no podía ser como ellos. Pero no me importó, y decidí que si no lo era, podría convertirme en uno. Nadaba tan rápido como ellos, comía como ellos, dormía con ellos. Estaban algo cansados de mí, pero también se divertían. Me la pasé muy bien en el río. Las corrientes me fueron empujando lejos del lugar en el que caí por primera vez, pero de cualquier forma, yo no pensaba regresar. Mi nueva vida me parecía inmejorable.
Un día conocí a una anciana tortuga, a la que intenté convencer de que yo lo era también. No me dejó acompañarla, pero me habló del mar. Dijo que auque ella no se atrevía a acercarse, sabía que era enorme y salado, con profundidades inalcanzables y olas espumosas en las orillas. Dijo que tal vez ahí podría encontrar a otros como yo, porque había muchísimas especies que lo habitaban. Sonaba a un experimento interesante y decidí conocerlo, siguiendo su consejo de dejarme llevar por la corriente, que tarde o temprano me llevaría a él.
En mi camino hacia el mar, llegó un día en el que la soledad me pesó demasiado. No tenía ganas de nadar. La nostalgia me llevó la sensación del viento acariciando el cuerpo, y pensé en lo que se sentiría tener la tierra bien pegada bajo las patas. Porque por cierto, me habían salido unas patas. Así que nadé hacia la superficie. Después de tanto tiempo sumergido, la luz me deslumbró, y el aire me pareció muy dulce al respirarlo. Nadé hasta la orilla, con mi piel azul claro brillando impresionantemente. El paisaje que mis ojos vieron era una cosa muy distinta a la que yo había dejado atrás, cuando aún era un poco verde.
Recordé a las mariposas y me di cuenta de que volar seguía siendo mi sueño más deseado. Me asoleé un rato sobre el pasto de la orilla. No podía creer que alguna vez me había paseado por ahí abajo con las orugas. ¡Parecía tan pequeño e insignificante visto desde arriba! Suspiré pensando en ese mundo que yo había perdido para siempre. A mi alrededor crecían muchísimos árboles enormes. En el lugar en el que había vivido de pequeño solo crecían arbustos y flores y pasto. Me fascinaron los árboles. Me trepé al que me pareció más bonito, con sus ramas largas y delgadas colgando hacia el agua, como intentando beber un poco.
Ahí sentado conocí a un pájaro. No intenté convencerlo de que yo lo era también, ni le pregunté si había visto a alguien más como yo. Era como si mis esperanzas de pertenecer a algo se hubieran quedado en el agua. Resultó ser un animal agradable, y dijo que el mar estaba a unos cuantos días de vuelo. Me habló de cómo brillaba, de cómo se agitaba contra las rocas, y de los deliciosos peces que se podían comer ahí. Su último comentario me dio escalofríos, y me alegré por primera vez de no ser un pez. Me habló de su nido y sus hijos, para los que precisamente estaba buscando gusanos y orugas, (me alegré de no ser oruga) y también me contó de una lucha que tuvo con una serpiente que había intentado comérselos unos días antes. El pájaro me tenía muy interesado en todas sus historias, pero le llegó la hora de irse. Con un gesto de despedida desplegó sus alas y emprendió el vuelo, mucho más alto de lo que podría ir cualquier mariposa. Me dejó francamente impresionado. Los pájaros deben de ser los seres más poderosos del mundo, me dije ahogado en admiración. ¡Ojalá yo fuera un pájaro!
Cuando desperté al día siguiente, me habían salido algunas plumas. Eran blancas lisas y hermosas. No entendí nada, pero tampoco podía hacer nada, así que decidí que iba a quedarme inmóvil hasta que me cubrieran todo, aplicando los conocimientos sobre capullos aprendidos de las orugas. Tal vez simplemente iba a sufrir la metamorfosis de los pájaros. Echo un ovillo entre las ramas, me quedé dormido.
Después de lo que me pareció una eternidad de espera, me creció un ala completa. No era blanca, como el resto de mi cuerpo, que ahora estaba tapizado con suaves plumas blancas, sino de colores brillantes. Me alegré pensando tal vez yo era una mariposa emplumada. ¡Sí! Definitivamente era eso. Bueno, media mariposa, porque solo tenía un ala en medio de la espalda. ¿Será normal? Entonces recordé que yo era todo menos normal y me tranquilicé.
No sabía que hacer y no quería esperar otra vez, así que pensé que si empezaba a caminar hacia el mar, el ala que faltaba me saldría en el camino. Caminé mucho entre árboles y plantas. Caminé y caminé. El ala era muy pesada. Me cansé de ella, y de la otra no había ni rastro. Ya desesperado, intenté quitármela. Empecé a sacudirla con furia. La agité y la agité, cerrando los ojos por el esfuerzo, pero no se desprendía. Le di vueltas y vueltas y casi me da un infarto cuando dejé de sentir la tierra bajo mis patas y vi las copas de los árboles. Estaba volando, increíble pero cierto. Mi ala, girando en círculos, había levantado mi cuerpo por el aire. Era algo muy raro, pero también divertido. Lo malo era que no avanzaba y que estaba ridículamente suspendido en medio de la nada. Decidí esperar a que el viento, que en efecto llegó, me empujara. Después de un rato, muy cansado de ir tan lento y a punto de dejarme caer, levanté la vista y distinguí muy cerca de mí una enorme extensión de agua que parecía infinita. Me llené de fuerza y resistí hasta que el viento me acercó a la punta de una palmera, en la que finalmente pude descansar.
Al día siguiente, después de una larga siesta, bajé con bastante dificultad y métodos muy dolorosos de la palmera. Mi felicidad se esfumó al ver el enorme desierto de arena que me separaba de las frescas olas. Mi ala estaba demasiado cansada para volar. Así que caminé. Caminé una eternidad. Fue la peor etapa de mi vida, con todo y los clásicos momentos en los que estuve al borde del suicidio. Pero terminó. Terminó como todas las tormentas, y alcancé el querido mar. No me intimidaron sus enormes olas ni su espuma ni sus mounstros. Tomé vuelo y corrí lo más rápido que pude, saltando en uno de los mejores clavados de la historia, desde una roca que esperaba en la orilla. Crucé la barrera que es la superficie transparente del agua y bajé mucho, di vueltas, me alegré en el reencuentro con ése medio en el que me sentía tan bien. Fue una experiencia totalmente diferente a aquella que viví cuando era azul. El agua y yo habíamos cambiado, pero la sal y las plumas no hicieron que el placer que sentía al estar sumergido disminuyera. Pasé una hermosa temporada entrando y saliendo del mar, gracias a que ahora podía flotar. Pasé las noches más negras y estrelladas de mi vida en ésos días. Casi no conocí a nadie porque me alejé demasiado de las playas.
Mi segunda ala llegó de la manera más inesperada. No creció, sino que llegó. Por esas extrañas coincidencias de la vida, un ser muy raro encontró al mismo tiempo que yo, el punto lejano en el que yo vagaba por el océano. Nos encontramos cuando yo ya estaba resignado a la soledad, y me la pasaba bastante bien. La búsqueda de iguales se había ahogado en el río, y la esperanza de ser mariposa se había atorado en la arena. Ahora era un ser felizmente resignado a todo, encontrar el mar había sido mi último deseo. Pero de repente se aparece esa cosa. Pensé que era un espejo, pero no, no éramos iguales. Era de los mismos colores pero totalmente opuesta. Hablamos poco al principio. Luego nos hicimos amigos, pero discutíamos bastante, y todo el tiempo luchábamos contra el deseo de huir y seguir en nuestra pacífica soledad de antes. Un día chocamos por error y vimos que nuestros cuerpos embonaban. Embonaban justo por el medio. La unión vino natural e inevitable y vimos que la conexión iba más allá del cuerpo. Pensábamos juntos. Era literalmente mi otra mitad. ¡Con razón no me salía otra ala! ¡Todo éste tiempo estuve partido! Vueltos una sola mente y un solo cuerpo, extendimos nuestras alas multicolores al unísono y emprendimos el vuelo hacia el nivel más alto del aire. Fue el punto culminante de mi vida. Rompimos todos los límites que pudimos ponernos y agujeramos nubes en todas las alturas. Ningún otro ser ha volado tan alto. Cuando nos cansábamos de volar, planeábamos aprovechándonos del viento. Cuando nos cansábamos de planear, nos lanzábamos en picada al mar. Cuando nos cansábamos de nadar, flotábamos sobre las olas y pasábamos horas en la contemplación del mundo que vivía a nuestros pies o sobre nuestras cabezas, en el cielo, que ahora también era nuestro.
Éramos felices, pero todo cambia, y unas cosas se sustituyen por otras en la vida, así que decidimos irnos más lejos, hasta el fin del mundo. Fue cuando llegamos al hielo. A la tierra del hielo eterno. Nos volvimos adictos al frío, a los paisajes demasiado hermosos para ser ciertos y a los pingüinos, a los que por diversión, a veces tratábamos de convencer de que éramos pingüinos, pero nunca nos creyeron. Lo bueno es que nosotros ni queríamos ni íbamos a ser pingüinos de cualquier manera. Nos hicimos demasiado viejos en el hielo. En ésos días entendí que lo importante no había sido llegar a mariposa, sino volar. No pertenecer a algo, sino pertenecerse a sí mismo y estar cómodo con lo demás. No querer ser pájaro, sino querer ser lo que se es inevitablemente. No sé si son pensamientos que valgan la pena, pero en los blancos del invierno permanente uno piensa mucho. Y eso pensaba yo.
La última hazaña que puedo contar, fue el encuentro con el fuego. Tuvimos que hacerlo. Ya era hora, como cuando las orugas saben que tienen que volverse mariposas. Volamos hacia el sol, con el fin de llegar a él. Nos pareció que después de conquistar tierra, agua, y aire, el fuego no podía faltarnos. El camino fue largo y cansado, pero no desolado como el de la arena, porque estábamos juntos. El baño de fuego y la muerte no podría describirlos, pero si puedo hablar del momento justo antes de llegar en el que vimos que todos los del mundo estaban ahí también. Después de todo no éramos tan diferentes del resto.

Ahora he vuelto a vestir verde, y dentro del agujero en la tierra que me vio nacer, finalmente sé que nunca tuve madre. Solo soy yo partiéndome, renovándome y reencontrándome, para volver a morir. Todos hechos de lo mismo somos uno que crece para destruirse y después volver a crecer… lo divertido es el proceso.

1 Comments:

  • At 11:44 PM, Blogger Nicolás Martínez said…

    Aplicando los conocimientos sobre capullos aprendidos de las orugas, esto definitivamente es un arcoiris...

     

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